Tiene el nombre de la muerte

Me preguntó en dónde estoy en el poema, si es playa, o sierra; tan sólo mar o procesiones de columpios. Le dije que no hay tiempo, hice un gesto de vergüenza con mis labios a la izquierda y todas las demás palabras subsecuentes a la huelga de relojes se vaciaron como una gran estafa a mi fábula de escritor. Sabe de famas y cronopios como un zapatero de contaduría pública. Su patio se asemeja a un peinado de Frida, zoológicos y nombres, escurridizos planetas de picos y hojas. Nació como un vicio de televisores encendidos y siestas largas. Subía a los cuellos de Lolitas y se aprehendía con sus brazos de simio mientras la tierra digería su nido, sus cuerpos vacíos. Jamás creyó en Gepeto, hasta que hizo uno de carne y hueso; de llanto y bolsillos rotos; de una lluvia de arroz apresurada y casas de cartón. Perturbó ramas, techos, camas, vientres; a veces sus ojos eran rayos o estaciones repletas de maletas, muros, hornillas, sangre; los pulmones caminaban en cuclillas y musitaban con seres inanimados. Todos son sus manos, sus cajones. Sabe que me rompo en las fronteras, sin sábanas, o sin postres; que soy adicta a las piernas en cordeles y dinamitadas, fundidas, danzantes. Que el enemigo vive en mi taza agrietada. Viaja en mi ruleta, cosiendo sus pestañas como arrancando un deseo, muerde su labio inferior, mira mi miedo, le presta su abrigo, dice que tiene frío.

Tiene el nombre de la muerte: Alejandro.

Dina Bellrham

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